Fue en 1836 que una joven británica hacía preparativos para asistir a un baile a celebrarse en su pueblo. Se llamaba Carlota Elliott, y era de buena preparación y presentación. Salió muy entusiasmada para encomendar a su costurera hacerle el traje de gala para esa ocasión especial.
En el camino la joven se encontró con un señor evangélico, amigo de la familia y hombre fiel y sincero. Carlota le saludó y le manifestó el propósito de su diligencia. Con mucho empeño el caballero le habló de la vanidad de la vida y lo engañoso de los placeres de este mundo. Trató de razonar para que ella no fuera, sabiendo que el baile no le haría bien.
La joven, muy enojada, le contestó, "Esto no es asunto suyo," y siguió. El baile se realizó. La dinámica Carlota fue una de las jóvenes más alegres y elogiadas.
Pero, al acostarse, sintió decepción. No estaba cansada; se encontraba vacía. Una espina se hincaba en su mente. Su conciencia le perturbaba.
Ese señor siempre se había mostrado cariñoso, y la manera tan ruda en que ella le había tratado llenó su pecho de pesar. Ella no quería reconocerlo, pero estaba viendo que él tenía razón. El brillo de este mundo es engaño y vanidad.
Al cabo de tres días de reflexión dolorosa, Carlota Elliott visitó al amigo. Le dijo: "Por días he sido la joven más decepcionada; ahora anhelo encontrar la verdad que usted tiene. ¿Qué debo hacer?"
Por supuesto, el evangélico no perdió tiempo en perdonar la conducta tan contraria a la que la joven había aprendido. Con toda sencillez y cariño ese señor suizo le dirigió a la fuente de paz. "Simplemente entrégate, m'hija, al Señor Jesús, el que murió por ti en la cruz."
"Tal como eres."
Esto le parecía extraño; ella nunca había entendido que la salvación fuera tan accesible.
"¿Tal como soy? Pero soy mala, indigna. ¿Cómo puede Dios aceptarme?"
"Esto es precisamente lo que tú has tenido que reconocer," fue la respuesta del evangélico. "Puedes venir a Cristo tal como eres."
La joven se sintió abrumada al asimilar la verdad sencilla de esas palabras. Fue a su habitación, dobló sus rodillas, y ofreció a Dios su corazón indigno. Pidió el perdón de su pecado y puso fe en Jesús como su Salvador.
La señorita vivió más y más el gozo de la salvación. Pensando en su experiencia, empleó su talento para escribir:
Tal como soy —sin más decir,
que a otro yo no puedo ir,
y Tú me invitas a venir—
Bendito Cristo, vengo a Ti.
Poco podría imaginarse la fama que vendría por su verso. Ella había dado expresión a su experiencia propia, que ha sido la de millones más. ¡Cuántos se han pensado demasiado pecadores, demasiado indignos de recibir la salvación eterna sin hacer nada! ¡Cuántos hay que quieren hacer, pagar, o merecer algo!
Pero la señorita había aprendido bien: Dios acepta a uno tal como es. Cristo recibe a los pecadores, y sólo a los que toman ese lugar. "Cristo puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos," Hebreos 7:25.
Tal como soy —sin demorar,
del mal queriéndome librar,
me puedes sólo Tú salvar—
Bendito Cristo, vengo a Ti.
Tal como soy —en aflicción,
expuesto a muerte, perdición,
buscando vida, paz, perdón—
Bendito Cristo, vengo a Ti.
Tal como soy —tu grande amor
me vence, y con grato ardor
servirte quiero, mi Señor—
Bendito Cristo, vengo a Ti.
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